por Gustavo Bonamino
La primera consideración que deberíamos hacer es que nos parece más apropiado hablar de pedagogía actoral que de pedagogía teatral. Tiempo atrás, en ocasión de lanzar la revista de Pedagogía “Ritornello”, veíamos con Fernando Orecchio que el horizonte de desempeño de un actor desborda de manera clara la sola actividad teatral. Es decir que, la actividad pedagógica para formar un actor debe incluir necesariamente otras disciplinas complementarias y, a priori, más complejas en su capacidad de conexión.
Algunas preguntas: ¿cuáles serían los límites y diferencias entre la formación de un actor y la de un artista? ¿Es solamente una cuestión de tiempo y extensión cuantitativa de contenidos? ¿Cómo formar actores en una técnica, en un método, cuando la perspectiva estética, por cierto cada vez más amplia y mixturada, es su destino deseado e impredecible? ¿Cómo escapar de los absolutismos, cada vez más relativos en el campo del arte, manteniendo el rigor conceptual que toda formación sistematizada requiere?
El contrato pedagógico presupone una postulación compartida entre el que “enseña” y el que “aprende”. En general, se toma al alumno como tabla rasa dónde inculcar, transmitir y, en el mejor de los casos, compartir cuestiones que él desconoce y que el profesor irá transfiriendo. Con distintas teorías pedagógicas, por supuesto, que han recolocado al sujeto en el centro de la escena, que han tomado en cuenta los entornos y los encuadres de aprendizaje, y que han discriminado las distintas áreas de la conducta evaluando, con ponderaciones específicas, actitudes y aptitudes, potencialidades y dificultades.
No obstante, nos parece que el eje conceptual que, en lo macro e histórico, ha configurado la formación de actores ha sido necesariamente impositivo. Diversos métodos han quedado prisioneros de esta perspectiva, dónde el modelo, perfecto y perfectible, es la aspiración a conseguir ya sea por exceso, ya por defecto (Stanislavski, Strasberg, Grotowski, etc.).
Nos encontramos en la actualidad discutiendo críticamente dicho carácter impositivo, investigando otra concepción que, a nuestro criterio, nos parece más apropiada para el desempeño de la formación artística y estética. Parándonos ante el fenómeno desde un punto distinto: desde el lugar del otro, desde el actor o futuro actor. Entendiendo el carácter constructivo del proceso y atendiendo a cómo el sujeto va conociendo (de “cognocer”) el nuevo campo al que accede.
Ciertas teorías cognitivistas actuales nos dan un marco apropiado: la cognición, deja de ser un dispositivo concebido para resolver problemas y pasa a vislumbrarse como la capacidad que permite hacer emerger un mundo. Dicha capacidad se denomina enacción.
Creemos que el trabajo de un artista está imprescindiblemente relacionado con hacer “emerger un mundo”, e incluso, con la disposición para acceder a otros mundos posibles. Y es en las artes dramáticas dónde puede apreciarse claramente la vocación y necesidad del sujeto para realizar la articulación entre la emergencia de “su mundo” y otros “mundos” posibles propuestos por la ficción.
El mundo (y sus territorios o campos, en este caso el del arte) tal como lo experimentamos es indiscernible del sujeto que conoce; nuestra historia corporal y social, es central en dicho proceso cognitivo. Conocedor y conocido, sujeto y objeto, se determinan mutuamente y surgen de manera simultánea.
La posición enactiva propone un camino: mundo exterior y sistema cognitivo se determinan mutuamente en correlatividad. La cognición como enacción construye mundos, más que reflejarlos o representarlos.
La cognición desde esta perspectiva es creativa, define problemas antes que resolverlos, está ligada al cuerpo y a la historia, es contextual y no universal, no es jerárquica ni secuencial, es distributiva y paralela, y tiene un desarrollo por estrategias evolutivas.
Desde esta posición creemos que el trabajo del actor, y aquello para lo que debería formarse y prepararse, implica el desarrollo de la capacidad para articular.
Articular por lo menos tres dimensiones distintas: un mundo personal y propio, al que hay que hacer emerger (enactuar) a través del procedimiento de la cognición; un mundo de ficción/es; y un mundo que dé cuenta de las condiciones propias del dominio de desempeño (el mundo del trabajo y la producción estética).
En síntesis: enactuar el mundo propio, ingresar a mundos diversos y crear mundos compartidos. Mundos que no expulsen, sino que incluyan, de manera real y efectiva, impresiones, sensaciones, emociones, afectos, recuerdos, relatos, procesos, juicios, preconceptos, hábitos, valores y creencias del sujeto del proceso de aprendizaje artístico.
La tarea pedagógica deja de tener una impronta impositiva para pasar a ser una actividad de acompañamiento, en un proceso de articulación permanente, donde métodos y técnicas permanecen “de costado” con un status acotado a lo instrumental, para liberar el proceso enactivo fuera de cualquier dogmatismo.
En adelante, deberíamos determinar una pedagogía artística de la enacción.
Gustavo Bonamino. Actor, Director de Teatro, Docente y Licenciado en Comunicación.
Artículo publicado originalmente en Saverio. Revista Cruel de Teatro, Año II, Nro. 6, Buenos Aires, Agosto 2009, p. 10-11
댓글