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ARTÍCULOS

La palabra en la imagen

Una reflexión filosófica que supera la dicotomía entre imagen y palabra.


por Carlos Federico Savransky


Desde hace algunos años se ha instalado en el mundo de la formación y la producción teatral una suerte de discusión u oposición entre la imagen y la palabra. Es indudable que ambos elementos son constitutivos del fenómeno teatral sea por su inclusión mutua o porque el mismo planteo que excluye a una de ellas legítima a la otra. La nota que compartimos a continuación, si bien focaliza específicamente las artes visuales, nos parece, no sólo extensiva, sino de vital importancia para el arte teatral. También nos permite aportar a la reflexión sobre algunas dimensiones de la formación actoral tales como la percepción, la imaginación, la creación y en definitiva en qué consiste el proceso del conocer para un actor.


Existe la creencia de que la creación de la obra, la imagen visual en el diseño, la forma espacial en arquitectura o la forma plástica en pintura es independiente de la palabra y, antes bien, no la involucra en modo alguno. Las concepciones sobre la producción de la obra visual en general parecen estar dominadas por dos modalidades polares.

Por un lado está aquella que querría asimilar estas producciones a la creación de la obra de arte y admitiría, cuánto mucho, que las operaciones que las hacen reales responden al manejo de un “oficio”, a un saber hacer, es decir, a un saber eminentemente técnico y práctico. Según esto, tanto en la producción de la forma como de la imagen, se trataría de un tipo de práctica de la que, por lo habitual, está ausente la reflexión intelectual y por lo tanto el discurso, y se suele defender la presunción, más o menos arraigada -pero no del todo infundada-, de que la creación es un acto imprevisto e irreflexivo, al que se suele calificar, la más de las veces, como “intuitivo”, sin que se justifique con precisión qué significa este término, pero, por sobre todas las cosas, que no hace lugar a ninguna mediación intelectual que la anticipe. La reflexión del artista, o del creador de la forma, parecerÍa estar ausente o ser incompatible con la producción de su obra. Si se reconoce que hay algún tipo de pensamiento o reflexión previa se sostiene que se trataría más bien de un “pensar con imágenes” o de un “pensar mediante formas”, que se hacen presentes a la manera de representaciones interiores, antes que de un pensamiento categorial o conceptual estructurado según un orden verbal o lingüístico tal como habitualmente se entiende que transcurre todo proceso de reflexión en el que media nuestra facultad de juzgar. Se reconoce que en otros actos, ya sea de otros órdenes disciplinares independientes de la creación de la forma o de la imagen visual o aun por fuera de las disciplinas constituidas, los sujetos viven en un mundo lingüístico. Pero ambos órdenes sólo estarían vinculados por yuxtaposición, coexistirían de modo azaroso o aleatorio en un mismo espacio y tiempo. Aunque el sujeto de producción de la obra está sumergido en un universo lingüístico, inmerso en la discursividad verbal, su hacer poético de la forma o de la imagen, cuando de ello se trata, no le debería nada a la palabra. Así seríamos, de manera alternativamente excluyente, o bien sujetos del lenguaje, del discurso o bien de la forma y de la imagen. No sin cierta razón, de esta postura se desprende, al mismo tiempo, casi por deducción, que si somos sujetos de la reflexión no lo somos de la práctica y tambiÉn el error de creer que nuestra práctica no le debe nada, a pesar de ello, a nuestro pensamiento. Entre la operación de hablar y la de dibujar o de pintar formas, entre escuchar la palabra del otro y ver una imagen nada habría en común. Cuando se enlazan estas dos operaciones es porque, antes del enlace, cada una existiría en su autonomía, encerrada en su modo propio de hacer aparecer la significación y, por ello, sólo como complemento una de otra o bien soporte una de otra como cuando se busca que el texto diga lo que la imagen por sí sola no muestra. Es lo que sucede con el cuadro y su título, la foto periodística y el epígrafe, la imagen publicitaria y sus soportes verbales. Del enlace entre ambas operaciones se encargaría nuestra facultad intelectual que operaría aquella síntesis que permitiría reunir en una nueva significación más amplia, completa y rica lo que por separado no alcanzaría un igual grado de diversidad en los matices. Tal concepción sólo concibe a la producción de la forma y de la imagen como independiente de la palabra. La solidaridad entre una y otra sería el efecto de una composición, una síntesis intelectual.


La otra modalidad, en cambio, reafirmaría la primacía y la anterioridad de la prefiguración intelectual como condición de la obra. Las concepciones más reflexivistas, que consideran que la prefiguración de la obra supone la posesión de saberes a partir de los cuales la práctica de creación se hace posible, y que, en cierto modo, la prefiguración concibe intelectualmente lo que luego la práctica de configuración pone en obra, parecen olvidar que el pensamiento sólo existe encarnado en la palabra. Y aunque no se debe descartar -sin que sea aquí objeto de tematización- un “pensamiento” no verbal que se realice en la imagen o en la forma -aunque sin concepto-, si se concibe al pensamiento o la reflexión como aquella que anticipa, establece, determina y hace posible la forma de la obra proyectada es menester tambiÉn reconocer que, al menos como forma del pensamiento, a la palabra le cabe un papel en la creación de la imagen. Y a la vez, si se concibe al pensamiento como la representación por la que nos es posible anticipar lo que hemos de hacer, será necesario dar cuenta de cómo lo pensado se hace presente y pone sus contenidos en la práctica.


Asá entonces, una palabra que es puro decir, una imagen que es puro mostrarse a la visión, sin que transcurra nada de la una a la otra, salvo cuando, ocasionalmente, se encuentran una al lado de la otra, yuxtapuestas. Tal es la creencia dominante no sólo para aquellos que son sujetos tanto de la producción de una y otra como del pensamiento mismo de la filosofÍa que la justifica. La pregunta que nos cabe formular es si la creación de la imagen, desde que somos sujetos de lenguaje, es posible por afuera de la palabra o más aún, si la imagen no es concebida, de alguna manera, desde el interior de un discurso y tambiÉn la pregunta inversa, a saber, si la palabra no es siempre sólo posible desde el interior de un mundo visible.


Los colores que el pintor tiene en su paleta cuando pinta y a los que acude cuando encuentra que a tal rasgo del rostro que tiene en su tela le falta un amarillo o un siena, no necesitan del nombre o la palabra para convertirse en los elementos directos e inmediatos del acto de creación del cuadro. El pintor dispone del color como cualidad visual con independencia de su denominación. La percepción parece ser muda, intrÍnsecamente sin palabras. La visión recorre los diversos elementos presentes en su campo actual sin recurrir a los nombres de las cosas para que ellas se nos den. La afasia no modifica, en principio, el carácter perceptual de lo visto. No obstante ella altera las relaciones prácticas con el mundo. Lo cual no quiere decir que la visión no pueda hacerse sin lenguaje ni que la práctica sea imposible sin la palabra sino que la palabra está siempre disponible en el mundo práctico y constituye parte inseparable de su sentido. Frente a su cuadro, no se puede desconocer que los colores tienen siempre, para el pintor, a la par que una existencia visual, una existencia en su universo lingüístico. Si el pintor debiera usar la palabra para enseñar una técnica de uso del color, con la cual alcanzar ciertos efectos en la aprehensión visual del sentido del cuadro, se le reclamará una muestra visual a fin de comprender por la visión lo que la palabra entrega de una forma todavía vaga e incompleta, aunque más bien, se debería decir, de una forma distinta. Una vez visto el caso, esas mismas palabras abren otra dimensión, se transforman en reveladoras e instituyen un sentido nuevo que es, sin embargo, igualmente originario. Si al pintor, por su parte, el sentido de la sola palabra le resulta claro es porque ya ha visto, porque ha depositado luego la palabra sobre el mundo y por ello el mundo y las cosas visibles han devenido palabra. La pintura renacentista ideó técnicas para producir efectos visuales que, sin embargo, pertenecen a la tactilidad. Podemos “ver” la pesadez y el espesor de los gruesos cortinados pintados. El color nos hace “ver” lo que sentimos al tocar con nuestras manos. Pero acaso ¿hay alguna sensación táctil de la que la visión está ausente? La existencia lingüística está presente en la individualización, elección y uso del color del mismo modo que lo está en el acto de percepción visual de los objetos del mundo. Si bien percibimos y obramos en el mundo antes de poseer el lenguaje el acto de adquisición de la palabra modifica al mundo visible y lo hace inseparable de ella. Pero entonces ¿el pensamiento, que no es sin la palabra o, mejor, que sólo es por la palabra, tiene el mismo estatuto que la percepción, son, en definitiva, lo mismo?


Hay que distinguir todavía entre distintos modos de ser de la palabra. El lenguaje es sin duda un ente de razón pero antes es primordialmente un “objeto” a percibir y también un “medio” de percepción. El lenguaje, antes de tener una existencia conceptual, es una fisonomía que se ofrece a la percepción y que, a la vez, cuenta en la percepción del mundo y en la práctica a la par que la visión de lo visible como si la percepción fisonómica del lenguaje fuese, ella misma, una prolongación de la visión que tenemos de la cosa. La palabra se hace en mi cuerpo del mismo modo que lo visible se hace en mi visión, ella es el revés carnal de las cosas o, como dice Merleau-Ponty, “la palabra es un gesto y su significación un mundo”¹. La palabra es el modo por el cual el cuerpo hace aparecer el sentido del mundo y lo realiza en la expresión, es decir, es un acto de significación y un modo de objetivación. Pero es, a la vez, un modo de aprehender el mundo, un modo por el cual el cuerpo se ahueca sobre las cosas bajo la forma del sentido que ellas tienen para mí y se convierten en mi carne. La palabra no es un instrumento o un medio sino la impronta de la cosa en mí. Dicho aún de otra manera, hay una aprehensión perceptual no sólo de la palabra sino también en la palabra y con ella contamos en la práctica de producción de la obra junto a lo visible. Es el intelectualismo el que convierte al sentido -en el lenguaje- en un homólogo del concepto. El problema de la traducción, esto es, del pasaje de órdenes significativos verbales a órdenes visuales adquiere, entonces, una nueva dimensión. Lo verbal y lo visual ya no son órdenes separados ni separables sino dimensiones que se usurpan una-a-la-otra en un mismo cuerpo, que se hacen una-en-la-otra de la misma manera que la visión de los actores y la audición de sus parlamentos hacen, una-en-otra, la unidad de la obra en una representación teatral. Sin duda, hay teatro leído y también teatro sin palabra como es el caso de Tadeusz Kantor. Pero, así como la lectura de una obra literaria o teatral no deja de estar acompañada por la aparición, sobre el sentido de la palabra, de imágenes, las representaciones de las obras de Kantor muestran, en ausencia de la palabra, su irrupción a través del gesto visible. Ambos casos no sólo dan cuenta de la pertenencia de la palabra al cuerpo sino de la pertenencia del cuerpo y del mundo, en su calidad de visibles, a la palabra. Abrumados por la tradición del pensamiento no reconocemos tan fácilmente, como lo hacemos con la imagen, el carácter visible de la palabra y menos aún la potencia que la palabra tiene de “ver”. Si, como dice Merleau-Ponty, la palabra es originariamente un gesto, para aquel que adviene a la palabra y vive en forma definitiva en un mundo lingüístico el gesto se convierte, inversamente, en palabra. Resulta mucho más fácil concebir la raigambre corporal del gesto que de la palabra. A diferencia de la palabra, el gesto sería todavía cultura incipiente, su condición sería limítrofe con la naturaleza antes que con la cultura. Merleau-Ponty ha echado, de modo definitivo, nueva luz sobre este aspecto fundamental de la palabra y del lenguaje que es su raigambre corporal y sobre la dificultad de concebir a la palabra como el límite entre cultura y naturaleza. De la vista decimos, sin temor a caer en el naturalismo, que es un órgano de los sentidos y lo consideramos como perteneciente a la condición “natural” de nuestra corporalidad. Si, desde su comienzo, al menos en el pensamiento de Husserl, la fenomenología pudo pensar la percepción como un acto originario es porque concebía que sus actos no tenían, como condición, ninguna mediación, y que los objetos del mundo eran presencias directas e inmediatas a ella. Pero no estaba ausente de esta consideración cierta idea naturalizante de los actos perceptuales ligada a la concepción de la sensibilidad como facultad receptiva de lo dado por la que, lo que es, nos es entregado en su ser. Porque ¿qué puede ser la receptividad sino un mecanismo fijado por nuestra naturaleza? La fenomenología de Merleau-Ponty, en cambio, ha avanzado sobre este problema concibiendo no sólo a la percepción como un acto originario -no por ello pasivo o meramente receptivo y, por lo tanto, tampoco meramente natural- sino también a la práctica de un cuerpo, a la motricidad y a la palabra misma como actos en los que se da originariamente algo, actos de aprehensión originaria del mundo y por ende de institución de un sentido. Sin duda trastocó con esto la noción de lo originario y borró, también, los límites entre naturaleza y cultura y, más aún, mostró que sensibilidad y percepción, motricidad y dimensión práctica del cuerpo, expresión y lenguaje, gesto y palabra constituyen aquel tipo de actos que pertenecen siempre, a la vez, tanto a la naturaleza como a la cultura. La naturaleza hace posible la cultura, la cultura se convierte en nuestra naturaleza. ¿Cuál sería el privilegio de la facultad de la visión, que está, como los demás actos de nuestra percepción, tan claramente enraizada en nuestro cuerpo, por sobre el lenguaje, para que sólo ella pueda instituir originariamente algo? La tradición filosófica explica este hecho ya sea mediante la idea de composición -como en Aristóteles- o bien la de síntesis -como en Kant- entre lo dado a una facultad corporal como lo es la sensibilidad y aquello que es aprehendido o bien es puesto por la facultad intelectual. Si la palabra es cuerpo al igual que la percepción, ¿por qué si no hay síntesis entre lo que veo y lo que toco o entre lo que toco y lo que oigo, habría de haberla entre lo que veo y lo que digo? Si no podemos reconocer la existencia de cualidades puras, que sean propias de cada uno de nuestros sentidos, en la constitución de la espacialidad del cuerpo y del mundo, si mi visión ve conforme a lo que mi audición oye y a lo que mi mano palpa, -como lo muestra Merleau-Ponty en el capítulo sobre “El sentir”²- por qué no he de ver conforme a la palabra y decir según la visión. Cuál sería el decir puro que no está atravesado por la visión y en el que sea posible distinguir qué le pertenece a uno y qué a la otra que permita, por último, encontrar aquel estado inicial puro que no ha sido alcanzado aún por la promiscuidad con el lenguaje. Si la palabra es una adquisición pero en ella aprehendo el mundo al igual que lo aprehendo en la percepción ¿por qué se ha de concebir que su resultante es una síntesis? No pienso la visión para poder ver, no pienso la palabra para poder decir, las transito una-en-la-otra sin poder saber de qué es deudora cada cual.


La concepción de que lo visible y lo decible son órdenes separados, que no se usurpan uno al otro, se parece más a un acto de abstracción analítica que al modo en que nos deslizamos en el mundo real. Esto no quiere decir, sin más, que se pretenda borrar toda diferencia y se afirme en cambio que la imagen y la palabra sean lo mismo o que entre la obra musical, la pictórica, la poética, literaria o teatral no haya diferencia alguna o se desconozca que, en cierto modo, son incluso irreductibles. Pero tampoco se quiere decir con esto que la diferencia se limite a una distinción entre soportes o entre significantes. Más bien, lo que se señala es la unidad corporal del sentido de las distintas formas de la expresión y por lo tanto que hay una génesis del sentido que tiene al cuerpo como sujeto. Por lo tanto, cuando, en detrimento de la unidad subjetiva del sentido, se sostiene exclusivamente como insuperable la irreductibilidad y la diferencia entre ver y decir cabe interrogarse si cuando se le otorga a una y a otra esta distancia es porque se las considera según el modo en que se las encuentra constituidas como objetividades por el pensamiento de la ciencia y se deja de lado cómo adviene desde y para el sujeto una y otra, cómo es posible la expresión y la aprehensión de la palabra y la imagen y, en definitiva, si no se confunde el análisis que el pensamiento hace del objeto que él mismo ha constituido con el fenómeno tal como nos está presente y por el cual se puede comprender su génesis.


No se quiere desconocer que hay quienes, emparentados con el estructuralismo en la idea de hacer a un lado tanto la problemática del sentido como la de sujeto a favor de un sujeto social anónimo, no sólo le niegan validez sino que sostienen la imposibilidad de pensar la génesis y, a la vez, que de lo único que se puede hablar y sólo es pensable es de aquello que está ya ahí, constituido por un orden histórico. Que los fenómenos de sentido son los que están objetivados como tales en los órdenes discursivos, en las instituciones y las prácticas e, incluso, que en caso de que tal génesis sea posible, emprenderla carecería de sentido y de relevancia para la filosofía. De lo que se trata, sin embargo, es de ver hasta qué punto el análisis de las condiciones de producción y aparición social e histórica de los discursos y de las prácticas y, por lo tanto, de la obra tanto técnica como artística, puede, a fin de comprenderlas, prescindir de la noción de sujeto y de la indagación de la génesis que el sentido tiene para la subjetividad. Si el estructuralismo pudo hacer a un lado toda consideración y referencia al sujeto para poder despejar de este modo una objetividad, ya constituida, como campo autónomo de la indagación científica, hoy, en cambio, su propio límite, lejos de excluir y mostrarse incompatible con la noción de sujeto y con la consideración de las condiciones de producción y de aparición de tales discursos y prácticas y sus sentidos por la subjetividad, antes bien, la reclama. Y plantea, por lo tanto, como exigencia temática, que se abre a la reflexión, la difícil y ardua tarea de responder cómo se deben concebir las relaciones entre las constituciones objetivas de los sentidos sociales y la institución de dichos sentidos por la subjetividad. Fuera de esta doble dimensión no es posible entender ni las condiciones de producción concretas de la obra y su sentido ni su pertenencia a la esfera socio-histórica de la cultura.


¹ MERLEAU-PONTY, Maurice, Fenomenología de la percepción, México, FCE, 1958, p. 202.

² Cf. MERLEAU-PONTY, Maurice, Fenomenología de la percepción, México, Eudeba, 1957, Segunda parte, “El mundo percibido”, cap. I, “El sentir”


Carlos Savrasnky es profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.



Artículo publicado originalmente en Revista Ritornello. Devenires de la Pedagogía Actoral, Año I, Nro. 2, Buenos Aires, 2001, p. 14-19


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