Una experiencia de taller teatral con jóvenes de Fuerte Apache.
por Omar Fragapane
¿Qué puede hacer la enseñanza artística allí donde la vida parece no tener demasiado sentido, donde los objetivos son demasiado próximos y la ambición muy corta -no más que un momento agradable con un chico o una chica para después conocer la paternidad a muy corta edad-?
Allí donde las perspectivas son de unas pocas hectáreas de cemento articulado en pasillos laberínticos, que también son un refugio, funcionó una vez un taller de teatro, en un extremo marginal del Conurbano bonaerense (un sitio sin identidad), pero podría haber sido en cualquier lugar donde sólo llega la sombra del Sistema.
En el 3er año de la Escuela de Educación Media N°7 de Ciudadela, dependiente de la Dirección General de Escuelas y Cultura de La Provincia de Buenos Aires, ubicada dentro del barrio “Ejército de los Andes”, tristemente conocido como Fuerte Apache , funcionó un taller de teatro. No fue el primero ni mucho menos el último en funcionar dentro de un barrio marginal. Esta es tan solo una de las tantas experiencias.
Cuál debe ser la función del docente en este tipo de contrato pedagógico; cuál es el contrato pedagógico; acaso el docente debe orientar, extraer, clasificar, mostrar que se puede, abrir una ventana -aunque sea pequeña, al mundo-. Qué da el docente, y qué reciben los alumnos. Como en todos los casos, la situación de enseñanza-aprendizaje es única e irrepetible, y totalmente fútil y las respuestas las encuentra en el mismo desarrollo del proceso. En el trabajo con adolescentes marginales, el docente está expuesto a sus propios límites; a ser, él también, un marginal, ¿cómo afrontar cada uno, su propia marginalidad? La vida del marginal no es necesariamente la del delincuente, aunque se los asocie en demasía, pero sí tiene una mirada mayoritariamente endocéntrica, cerrada en sí mismo y que no permite respirar .
En el año 1996, llevé adelante el taller, tal vez con objetivos no muy clara y pedagógicamente formulados; sólo con alguna idea de aquello a lo que quería llegar, pero la burocracia institucional me obligó a tener que volcarlos en una planilla. Hoy puedo formular cómo comenzaron, y cómo los hubiera querido terminar:
Que el alumno logre:
- Expresarse a través del lenguaje dramático.
- Conocer y comprender el lenguaje dramático.
- Desarrollar su interés por el teatro.
- Integrarse armónicamente en un grupo.
- Desarrollar su imaginación.
- Conocerse a sí mismo.
- Participar.
- Hacer.
- Querer.
- Ser.
Era claro para mí, la imposibilidad de llevar a la formulación de un objetivo formal (inclusive hoy), una situación que en el presente, veo más difícil que en aquel momento.
La única actividad física que realizaban los chicos era jugar a la pelota y la intelectual, leer -a veces- los textos obligatorios del colegio. Era casi una norma que un alumno repitiera varias veces, de manera, tal vez, de retrasar lo mayor posible, el término del colegio y de la adolescencia y tener que afrontar la realidad de vivir allí; o tal vez fuera por desidia o por falta de metas personales. Era una norma también, que cada año tuviera una o dos alumnas embarazadas en el curso. El caso era que se trataba de unos chicos que no esperaban nada más allá de lo que vivían día a día, que no habían tenido contacto con un objeto artístico y que el sentido de grupo estaba depositado en la “banda”, con una mirada autorreferencial, de automarginación, donde el afuera siempre era visto como hostil (y el adentro mortal, las luchas entre bandas eran corrientes, en las que podía haber alguna muerte).
Ya hacía cuatro años que daba clases en ese colegio como profesor de Hojalatería, resabios de un viejo plan de estudios piloto llamado “Polivalente”. Quise utilizar mi experiencia en el campo del teatro para intentar mostrarles a los chicos que ellos también eran capaces de hacer algo creativo, que con certeza, no se esperaba de ellos y quizás me estaba poniendo a prueba a mí mismo en mi rol docente. La Inspección no se negó a que dejara de dar Hojalatería y en esas mismas horas inútiles formara un grupo de teatro, y digo formara un grupo porque aunque el taller revestía carácter obligatorio, era necesario que los chicos lo aceptaran por propia voluntad, de manera de poder llevarlo a cabo, más allá de esa obligatoriedad nada más que formal. Este proceso, llevó todo el año.
En rasgos generales, la inhibición era muy grande, lo mismo que el prejuicio. La única ventaja era la cohesión grupal; la cual ofrecía la posibilidad de que al lograr la confianza de uno, se tenía la de todos. Pude, más allá de las bromas por ser visto como un “profesor-bicho raro”, obtener -y esto lo digo desde el análisis del presente- un voto de confianza. Esto por supuesto, luego de que también hubieran situaciones de oposición y/o puestas a prueba de parte de ellos hacia mí (resistencias al tener que hacer, pedirme dinero prestado, etc.). Quizás por estar ya metido en la situación y tener que seguir adelante, decidí agregar a un desafío otro mayor, de modo que opté porque preparáramos para una muestra final “Sueño de una noche de verano”. Si era cierto que tratándose de una historia de amor en donde había magia y fantasía, tenía algunos elementos a favor. No tenía a favor los textos de Shakespeare. Estas palabras distaban muchísimo de las de los chicos, de modo que fue necesario llevar toda la obra al lenguaje de ellos, en tipo y dimensión de los textos, trabajo que partía de las improvisaciones, seguía cuando yo lo escribía y terminaba cuando ellos lo pasaban en limpio para tener el texto definitivo. Pero lo que más me atraía era la adaptación de llevar el bosque encantado de las afueras de Atenas al laberinto de pasillos del barrio, en donde, también las cosas, y las personas, desaparecían misteriosamente, por arte de “magia”.
Poco a poco, los chicos fueron queriendo lo que hacían y lo que en un comienzo les era ajeno, fueron apropiándoselo: las palabras, los gestos, las situaciones, nada que pueda sorprender en un taller de teatro, pero aquí adquiría otra dimensión, iban trasponiendo sus propios límites en referencia a “su condición”; no sólo porque nunca se habían preparado para realizar una representación y exponerse a la mirada del otro, sino porque jamás habían realizado un hecho creativo, estético y en grupo. Poco a poco, comenzaron a ver que ellos podían aunque fueran de allí. Dejar de sentirse un marginado tiene que ver con sentirse capaz de crear, y de creer.
Dentro mismo del colegio, el hecho comenzaba a tener repercusiones ya que los compañeros de otros cursos los veían ensayar en el patio, de modo que comenzaban a tomar notoriedad entre sus pares, y también entre sus otros docentes llegando inclusive, uno de aquellos que más se había opuesto en un primer momento, a tener un “encuentro” con el mismo vicedirector del colegio, porque éste, estando próxima la fecha de la muestra, en una oportunidad no nos había dejado ensayar. Esto, también era nuevo para ellos: pelear por construir.
El proceso que se fue desarrollando durante el año tuvo sus similitudes con otros proceso de enseñanza-aprendizaje, en donde los alumnos transitan los conocimientos hasta adquirirlos y como en todo proceso de enseñanza-aprendizaje de esta disciplina artística en un grupo en el que se pretende que los alumnos desarrollen su personalidad, se transitan actitudes frente a los problemas, actitudes grupales sobretodo, y en este grupo en particular, en donde la violencia era el contexto, ese tránsito por actitudes que sumaran para la creación, adquiría una magnitud de la que, creo, no tenían demasiada conciencia, aunque tratara de objetivarlo en palabras; tal vez, tampoco tuviera yo demasiado claro lo que estaba tratando de hacer por ellos, sólo la distancia del tiempo, me ha dado la posibilidad de poder hacerlo concepto para transmitirlo.
El día de la muestra no estaba seguro de cómo fueran a salir las cosas. Creo que en ese momento tomaba conciencia de la empresa que había acometido: hacer “Sueño de una noche de verano” en Fuerte Apache. Suena surrealista, y lo era; ya que esa experiencia quedará para ellos como un sueño. Si muchos al comienzo creyeron que hacían el ridículo, al final del proceso, la obra se había convertido en un objetivo grupal, en algo que se debía realizar. El trabajo estaba hecho.
Tal vez alguno, a partir de aquello, habrá comenzado a ver que había algo más y haya quizás empezado a leer, a sentirse un desconocido dentro de la banda, tal vez alguno haya ido al teatro en alguna oportunidad, tal vez alguno se haya hecho actor. Espero que a alguno, esa experiencia, le haya salvado la vida.
Antes de que se presentaran frente a sus compañeros traté de hacerles llegar que no importaba si ese día la obra salía bien o mal, sólo importaba el camino que habían recorrido; que tal vez fueran los primeros en ese barrio en tener una experiencia de ese tipo; que las risas y burlas que pudiera haber de parte de los otros eran producto del encuentro frente a lo desconocido o lejano, frente a sus propios límites y miedos, como los sintieron ellos en un comienzo. Por lo demás, si la obra salía bien o mal, sólo era anecdótico.
La muestra se realizó, y en ésta los chicos llevaron adelante la obra, resolvieron los problemas de olvidos y traspiés que surgieron dando a entender -tal vez más que a nadie, a mí mismo- lo que había formulado en los objetivos iniciales, y vieron cómo sus compañeros disfrutaron y los saludaron y felicitaron al finalizar, fue como espantar fantasmas también para ellos. Pero todo iba más allá de las palabras que pudo haber escrito en una planilla, pudieron ver que en ese barrio podía haber una salida distinta a la de morir baleado en un enfrentamiento por droga, por una chica o por la mismísima nada; y esa salida estaba vinculada con la construcción en grupo de algo que les hiciera ver más allá de esas paredes grises, con escritos recordando a los que no fueron capaces de matar antes de que los maten. Esa salida estuvo, en ese momento, en el arte escénico. Éste sólo funcionó como medio. Podemos hablar de “Educación por el arte”, de “Terapia ocupacional”, de la “Psicología de los grupos violentos”, etc., el hecho es que vieron, al menos por un instante, que se podía creer en algo. Si el taller sirvió para que lograran ver al menos la décima parte de lo que escribo, mi trabajo no fue en vano.
Omar Fragapane es profesor de actuación y actor.
Artículo publicado originalmente en Revista Ritornello. Devenires de la Pedagogía Actoral, Año I, Nro. 2, Buenos Aires, 2001, p. 10-13
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